El obelisco de la Plaza de San Pedro (agosto 2010) |
La entrada de hoy sigue la estela de la anterior, dedicada a Julio César, pero al mismo tiempo es de esas que justifican ampliamente el título de este blog, que una historia falsa puede resultar muy buena si está bien contada; ¡y no digo nada si, como en este caso, la historia falsa es CUÁDRUPLE! Como, supongo, haber excitado la curiosidad de mis lectores, haciendo caso al refrán latino Coepisti, perfice, “Lo comenzaste, acábalo”, empezaré por el principio.
Roma bien puede ser llamada “la ciudad de los obeliscos”; dieciocho de estos gigantes de piedra con forma de pilar cuadrangular, montados muchas veces sobre una base prismática y rematados en su parte superior por una punta piramidal llamada piramidión, pueden verse diseminados por la ciudad, pero, en contra de lo que pueda pensarse, su ubicación no responde ni a la casualidad ni al capricho, sino a una estratégica ordenación del urbanismo romano. De ellos ocho provienen del Antiguo Egipto y habían llegado a Roma casi como “souvenirs” de la conquista de Egipto, en su mayoría en época imperial; otros cinco son copias romanas antiguas que o bien fueron encargados en el Egipto del periodo romano por romanos ricos, o bien son copias de antiguos originales egipcios. Otros cuatro son obeliscos modernos y un quinto, un obelisco etíope, el de Aksum, que estuvo ubicado en la plaza de Porta Capena, fue devuelto a Etiopía en 2005.
Los antiguos obeliscos eran una de las tres formas conmemorativas fundamentales del antiguo Egipto junto con las pirámides y las esfinges; asociados al culto del dios solar Ra, fueron objeto de un laborioso trabajo de extracción de la cantera, de un complicado sistema de transporte hasta el lugar deseado y de una aún hoy desconocida y compleja maniobra de erección. Los romanos construyeron enormes barcos ad hoc para trasladarlos al puerto de Ostia y de ahí hasta Roma, reproduciendo, suponemos, el mismo sistema empleado en Egipto que obligaba a un esfuerzo infinito que no siempre culminaba con el éxito esperado: muchos de ellos terminaron partidos en varios pedazos. Pero hubo uno que se erigía entero e intacto en Roma aún en el siglo XVI, el más grande de una sola pieza fuera de Egipto; en el año 37 o 40 d. C. fue llevado a la ciudad por orden del emperador Calígula, desconociéndose qué faraón de la V Dinastía lo mandó construir por carecer de jeroglíficos. Este coloso de granito, de 28 m. de altura hasta el piramidión y 361 toneladas de peso, estaba emplazado decorando la spina del Circo de Nerón, al pie del Monte Vaticano, donde la tradición cristiana decía que había sido martirizado San Pedro y sepultado a poca distancia del lugar de su martirio; en lo alto de su piramidión había una bola dorada jamás abierta y desde la Edad Media se creía que contenía las cenizas de Julio César, y he aquí que nos topamos con la primera de nuestras no siempre ciertas historias. Calígula lo había dedicado al Sol y a la memoria de los emperadores Augusto y Tiberio, detalle que conocemos por la inscripción que figuraba en su pedestal.
La segunda y la tercera nos trasladan al papado de Sixto V ( de 1585 a 1590, de quien se decía que había sido elegido pontífice tras engañar a los demás cardenales del cónclave haciéndoles creer que era un hombre endeble y achacoso, de voz apenas audible, que caminaba con muleta a causa de su precaria salud y que sería, por tanto, un hombre manipulable y de escasa permanencia en el silla del Pescador; tan pronto como lo hubieron elegido como el sucesor de San Pedro, soltó el bastón, se puso en pie, gritó “Ahora soy César” y entonó un canto a Dios con voz tan atronadora que los cardenales quedaron aterrados. Este papa, de titánica energía, era hijo de granjeros y se contaba que de joven había sido porquero; los cardenales elegidos tradicionalmente entre las familias más ricas y poderosas, irritados por su baja extracción social, encargaron un cuadro de Sixto V rodeado de una piara de media docena de cerdos; el papa lo recibió con una beatífica sonrisa y, lejos de irritarse con la cruel broma, se la devolvió ordenando al pintor que le pusiese a cada gorrino un vestido de cardenal. Al final y en palabras de Virgilio, Telum imbelle sine ictu, “ Dardo inofensivo y sin fuerza para herir”, para un hombre que supo dar con astucia la vuelta a una situación que buscaba humillarlo.
Este Sixto V tenía grandes planes para la ciudad de Roma y para la circulación por ella; obsesionado por el ordenamiento de las calles, trazó avenidas que unieran puntos estratégicos como las siete iglesias de peregrinación de Roma, sin reparar en gastos y sin miramientos con todo aquello que obstruyese sus planes, aunque se tratase de monumentos de la Roma clásica. En este afán urbanizador los obeliscos se convirtieron en otra de sus aficiones y pronto bajó bajo su foco de atención el gran obelisco de Calígula que en muchas ocasiones había contemplado desde lejos, poco conforme con su ubicación; se estaba levantando por entonces la basílica de San Pedro y frente a ella se planeaba una gran plaza, que años más tarde haría realidad Bernini. En esa campaña del pontífice por cristianizar los elementos paganos de Roma ese sería el emplazamiento adecuado, allí en medio, del obelisco, que causaría el asombro de la cristiandad entera y el reconocimiento eterno a su artífice, el papa Sixto V.
Pero se planteaba la duda de cómo sería posible moverlo desde su emplazamiento al nuevo lugar elegido y cómo habría de llevarse a cabo con éxito su re-erección; todos los especialistas consultados coincidían en la complejidad del asunto y apuntaban soluciones dispares y hasta descabelladas que no auguraban buenos resultados. La elección de quien llevaría a cabo tamaña empresa recayó finalmente en el arquitecto del papa, Domenico Fontana, hombre en quien confiaba pese a su juventud e inexperiencia; la solución ideada por Fontana consistió en afianzar el obelisco entre enormes tablones de madera firmemente sujetos con bandas de hierro y elevarlo por medio de cables unidos a tornos en el suelo y con la ayuda de caballos que actuarían impulsados por unos cuarenta cabrestantes; primero había que levantar el obelisco de su base, tenderlo en una especie de vagón movido por rodillos que permitiesen su arrastre hasta el nuevo lugar. La titánica tarea requirió casi mil hombres y 140 caballos con unas condiciones de silencio durante las operaciones del traslado e izado por parte del pueblo romano que, de ser incumplidas, serían castigadas hasta con la excomunión. Y aquí es donde nuevamente entra en juego la leyenda o la historia: en el momento del izado en vertical las cuerdas empezaron a tensarse de tal modo que amenazaban con deshilacharse o romperse con el consiguiente peligro para la seguridad del obelisco y fue entonces cuando de entre la multitud congregada, expectante y con la respiración contenida, se oyó la potente voz de un marinero genovés que, desafiando las amenazas del papa y advertido del peligro inminente, gritó Acqua alle funi, “Agua a las cuerdas”, de modo que, humedecidas las sogas, aliviasen aliviar la tensión y recuperasen la elasticidad. Así se hizo y la solución dio el éxito esperado ; el papa no sólo no castigó al marinero sino que le colmó de honores, tal era la alegría del pontífice al ver, por fin, en vertical su obelisco; en reconocimiento a su hazaña se hizo costumbre que, a partir de entonces, las palmas para el Domingo de Ramos fuesen traídas desde Bordighera, el pueblo natal del marinero. También a su arquitecto Fontana le tributó grandes honores, aunque el hombre, poco seguro del éxito de la hazaña, había tenido preparada una posta de caballos para salir huyendo de Roma y escapar a las iras del papa si se producía el desastre. No hay evidencias históricas de que este episodio haya sucedido, pero no deja de seducirnos la idea de que hubiese acaecido tal cual lo contamos, y así llegamos al final de nuestra cuarta verissima historia.
El obelisco en su emplazamiento actual (agosto 2010) |
Finalmente, cuando Fontana abrió la esfera dorada que remataba el obelisco y que hoy, dicen, se guarda en un museo de Roma, no halló ni rastro de Julio César, tan sólo polvo; Sixto V la reemplazó por una cruz sostenida por el emblema de su propia familia, los Chigi, una estrella de bronce sobre cinco montes. La evidencia demostró también la falta de veracidad de nuestra tercera historia, pero el episodio no resultaba del todo inverosímil y era, además, realmente muy sugerente; que las cenizas de Julio César hubiesen sido encumbradas a lo alto del obelisco, dada la extraordinaria admiración y respeto que el pueblo romano mostró tras su muerte, cabía dentro de lo posible y hasta lo esperable, como un homenaje póstumo a su figura.
Y así hemos llegado al final de esta entrada, que espero haya sabido estar a la altura de las expectativas que me marqué al comienzo de la misma; quiero hacer mía la frase de Hans Christian Andersen sobre esta ciudad porque resume, creo yo, su verdadera esencia:
"Roma es como un libro de fábulas, en cada página te encuentras con un prodigio"
Grazie mille a tod@s, amables lectores, por acompañarme en esta visita y mille baci.
P.D. La próxima semana inicio un nuevo “Viaje cultural a Roma”, con mis alumn@s de 1º de Bachillerato, en compañía de mi entrañable amiga y colega, la profesora de Hª del Arte de mi instituto, a la desde aquí deseo expresar mi agradecimiento por su inestimable colaboración y su implicación total en este proyecto que ponemos este curso por tercera vez en marcha. Y quiero también dar las gracias a los alumn@s, que con su interés y entusiasmo hacen posible esta visita, porque ell@s son los auténticos protagonistas de esta aventura romana ; estos meses de preparativos han manifestado constantemente su enorme deseo de iniciar este viaje, que puedo resumir en la frase formulada frecuentemente por una de las alumnas: “¡Ya me tarda, profe!”. Será un itinerario exhaustivo y bien planificado con el que esperamos abarcar un amplio recorrido por toda la ciudad, desde el Coliseo y los Museos Vaticanos, tan masivamente visitados, a esos otros lugares mucho menos turísticos, a veces hasta ignorados, pero tan ricos en Historia e historias que no podemos ni debemos olvidar; algunos de ellos han sido protagonistas de entradas anteriores en mi afán de que cobren la importancia que merecen.
Con curiosidad por conocer, con ganas de aprender y con el deseo de volver con las maletas llenas de nuevas experiencias emprendemos este viaje a Roma que deseamos que sea inolvidable; sólo cabe esperar que los Hados (y la meteorología) nos sean favorables.
Ciao! A presto!