Lararium en una popina (snackbar) de Pompeya |
Teniendo en cuenta las fechas en que nos encontramos, Todos los Santos y Difuntos, y aprovechando que “el Tíber pasa por Roma”, la entrada de hoy hará referencia al culto a los muertos en la antigüedad romana; he de reconocer que en esta ocasión ha sido hecha a instancia y petición de mi hijo, quien consideró que sería interesante y, a la vez, muy oportuna.
La religiosidad romana, desde su origen, tuvo uno de sus pilares básicos, fundamentales, en la vida familiar; las ceremonias y oraciones eran oficiadas, en calidad de sacerdote del culto doméstico, por el pater familias, el varón cabeza de familia, y en ellas se ofrendaban y quemaban alimentos, vino, flores…
Todas estas prácticas tenían lugar en el atrium de la casa, la pieza central hacia la cual se ordenaban todas las habitaciones y donde se encontraba el altar doméstico, el lararium; aquí era donde primitivamente ardía el fuego sagrado, se conservaban las imagines maiorum, las mascarillas funerarias en cera o bronce de los antepasados, y las pequeñas figuritas de los dioses protectores de la casa. Era primordial conciliarse con los distintos espíritus que protegían el hogar: los lares, que guardaban la salud y la paz familiar; los penates, que protegían la despensa y las provisiones; y los manes, los espíritus de los antepasados muertos.
Son estos en concreto sobre los que voy a centrarme en esta ocasión; en cientos de inscripciones encontramos la abreviatura DMS, Diis Manibus Sacrum, Consagrado a los dioses Manes, grabada en lápidas, estelas y aras sepulcrales romanas.
Los romanos, por clara influencia etrusca, creían en la existencia de una vida más allá de la muerte y cuidaban con esmero supino sus rituales de enterramiento y cremación de los cadáveres. Ya en la “Ley de las XII Tablas”, el primer código legal romano escrito y expuesto públicamente, en concreto en la Tabla X, se recoge la prohibición expresa de dar sepultura o incinerar ningún cuerpo dentro de la ciudad, con el fin de evitar el riesgo de incendios y los problemas higiénico- sanitarios, respectivamente:
Hominem mortuum in urbe ne sepelito neve urito
Junto a las calzadas que salían de las ciudades levantaban los romanos las tumbas de sus muertos; ricamente decoradas unas, otras con menor ostentación, nos han dejado el emotivo testimonio de sus inscripciones, en las que el difunto invita a entablar “conversación” a los que por su lado pasan; muchas comienzan: “Oh viajero, párate y léeme; aquí yace…” Aún recuerdo con ternura la traducción de muchas de ellas, fiel reflejo de la vida de sus protagonistas, en mi año de estudio de latín arcaico. ¡Qué gratos recuerdos!
Basado en un concepto eminentemente práctico que garantice la protección y el favor de los no vivos, deudos y familiares se afanaban en decorar las tumbas con guirnaldas de flores y en ofrecerles banquetes fúnebres que asegurasen su felicidad en la creencia de que pasaban hambre y sed; cada día 10 de mayo empezaban las Lemuria, las fiestas de los Lemures, dedicadas a los dioses Manes, siendo considerado este mes fatal, en palabras del poeta Ovidio en sus Fasti, por ejemplo, para la celebración de bodas.
Olvidarse de un muerto podía acarrear a las familias funestas consecuencias , porque pasaría a convertirse en una auténtica pesadilla para los vivos y vendría a reclamar lo que se creía que se le adeudaba; por el contrario, el que era debidamente honrado, pasaría a convertirse en un dios favorable y protector que tutelaría con agrado e interés a aquellos que le ofrecían comida y ofrendas. Se creía que los muertos, lejos de llevar una vida feliz y apacible, sufrían una existencia desdichada y, por ello, cuidar de ellos garantizaba su amable protección a los vivos.
Debidamente tratados y atendidos, los antiguos habían aprendido a atraerse a los espíritus de sus difuntos, a tenerlos apaciguados para que no vagasen por la tierra errantes y desasosegados, con el consiguiente beneficio que ello les reportaba.
De aquí al Halloween de los países anglosajones y al Samaín de los pueblos de cultura celta, tan sólo hay un paso; en Galicia sobrevive la fiesta del Samaín, muy recuperado especialmente en la zona de Cedeira y Ferrol, con su costumbre de las calabazas relacionadas con el culto a la muerte (con razón un profesor mío en la facultad decía que Galicia era el último reducto pagano de Occidente)
Como cierre final convendrá recordar lo que dejó escrito el poeta romano Marcial con buena dosis de sabiduría:
Summum nec metuas diem nec optes. (Epigramas, X,47,13)
El último día ni lo temas ni lo desees.
Valete, amigos.