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sábado, 13 de julio de 2013

La iglesia que antes fue cancha deportiva (1ª parte)



En Roma, en el populoso distrito de Castro Pretorio y a escasos metros de dos magníficas iglesias, Sta. Susana y Sta. María de la Victoria, hallamos un templo mucho más modesto y menos conocido pero cuyo pasado lo transforma en excepcional; este es el motivo que me lleva a convertirlo hoy en absoluto protagonista de una historia que, espero, resulte reveladora de algunos datos interesantes y curiosos: me estoy refiriendo a  San Bernardo alle Terme.
A la mayoría de los visitantes que transitan por esta zona de la ciudad esta iglesia le pasa absolutamente desapercibida;  a ello contribuye, además de la proximidad de las ilustres vecinas que he mencionado al principio, el hecho de que la plazuela en la que se ubica, llamada Piazza San Bernardo, está literalmente invadida por coches y motos, creando un caótico aparcamiento improvisado que eclipsa lo que debería ser un recoleto entorno. Tampoco su  discreta fachada contribuye demasiado a reparar en ella y he de reconocer con vergüenza, lo confieso,  que yo misma la descubrí sólo después de haber pasado en varias ocasiones anteriores por delante sin haberme percatado casi de su presencia; en mi descargo  he de decir que admirar la hermosa fachada de Sta. Susana, obra de Carlo Maderno a finales del s. XVI,  obliga, involuntariamente,  a dar la espalda a esta otra obra, obviamente menor desde el punto de vista artístico, pero capaz de ser contenedor de las múltiples historias que, al modo de las matrioskas rusas, espero saber ir extrayendo con acierto.
Santa Susana (abril 2012)

La historia de esta iglesia en cuestión, San Bernardo alle Terme, está, como su propio nombre indica,  estrechamente vinculada a lo que fue una de las manifestaciones más grandiosas de la arquitectura romana,  las Thermae o baños públicos; se trata en este caso de las que fueron las más notables de su tiempo, las monumentales termas de Diocleciano, erigidas en el año 305 ó 306 d. C.,  cuando a finales del siglo III se produjo una gran actividad edilicia y fueron varios los edificios termales que por entonces se construyeron. Más suntuosas y formidables que las termas de Caracalla, construidas un siglo antes, las de Diocleciano doblaron la capacidad de aquellas, con un aforo de más de 3.000 personas ¡al mismo tiempo!;  su extensión, que ocupaba una superficie de 11 ó 13 hectáreas en esta zona periférica de la ciudad, las convirtió en el más gigantesco conjunto termal (380 x370 metros) de toda Roma y, si bien no podemos apreciar ya su antigua grandeza, una parte significativa de ellas subsiste aún como un espectacular ejemplo de reutilización de edificios antiguos.
De las gigantescas proporciones de esta construcción da testimonio el hecho de que el nombre de la actual Estación Termini, la estación intermodal más importante de Roma para el transporte ferroviario y nudo de la red de metro de la ciudad, situada en las inmediaciones, sea una corrupción de la palabra terme, termas; en el lugar que ocupa hoy la estación se situaba la enorme cisterna de casi 100 metros de longuitud, que, alimentada por un ramal del más largo acueducto de la Roma antigua, Aqua Marcia, abastecía de  un agua excelente a las Termas de Diocleciano. Este acueducto, que debe su nombre a su promotor, el cónsul Quinto Marcio Rex, había sido construido entre el 144 y el 140 a. C. y proporcionaba a la ciudad nada menos que 187.000 metros cúbicos diarios distribuidos a lugares elevados de la urbe, entre ellos la colina Capitolina. En 1876 esta colosal cisterna, conocida con el nombre de Botte di Termi, fue destruida para levantar en su emplazamiento la estación.

Las termas constituían para los romanos de la época imperial el centro de reunión de la vida mundana; en ellas no sólo se bañaban, aunque efectivamente se bañaban mucho, sino que aprovechaban para charlar, pasear, descansar, tomar el sol, jugar, entretenerse, leer, cotillear los últimos chismes, conseguir una invitación para cenar, buscar contactos sexuales profesionales y ligar, entre otras muchas actividades. Y es que, adosados a las dependencias propiamente balnearias que se estructuraban en una sucesión de ambientes, el frigidarium, la sala de baños fríos y  última estancia por la que pasaban los que se bañaban, el tepidarium o sala de baños tibios y el caldarium o sala de baños calientes, había también vestuarios para dejar la ropa (apodypteria), letrinas, pabellones, piscinas, fuentes, palestras y gimnasios concurridísimos, galerías de arte, salas de lectura (auditoria) , de conferencias y de música, portales a cubierto para pasear… siguiendo rígidamente la norma estándar de la época,  un eje central con las estancias distribuidas  simétricamente a los lados; de este modo el interior de este complejo  lo ocupaban los baños propiamente dichos, lujosamente decorados, donde los emperadores prodigaban su grandeza como huella indeleble de su extraordinario poder granjeándose  al mismo tiempo el aplauso y el agradecimiento del pueblo. Éste no fue insensible a las virtudes de la práctica de la balneoterapia (clarísimo precedente de la rimbombante denominación de SPA, Salus per aquam,  para los actuales establecimientos de relajación y salud con circuitos termales), sino que aplaudió la posibilidad de participar en la vida cívica que también tenía lugar en las termas. Si a todo esto unimos que todos sin excepción, libres o esclavos, varones y mujeres, podían acceder por unas pocas monedas, y a veces incluso gratis, no es de extrañar el enorme éxito de asistencia y el enorme bullicio que exasperaba al mismísimo Séneca, quien tenía bajo su casa unos balnea meritoria, baños públicos, normalmente de propiedad privad, explotados como un negocio.
En medio de este gentío, atraído por las múltiples posibilidades de ocio, no faltaban tampoco una caterva de personajes presta al “negocio”: masajistas y depiladores alquilando sus servicios, vendedores de bebidas y comestibles pregonando a voces su mercancía, poetas a la caza de auditorio a quien leer sus epigramas o elegías, filósofos a la búsqueda de un público más serio, truhanes y granujas al despiste, rufianes y alcahuetes de medio pelo ofertando su “producto”, cuando no el “producto” mismo ofreciéndose, jovencitos y no tan jóvenes zambulléndose en la piscina después de lucirse en los ejercicios gimnásticos o … en los juegos de pelota.  ¡Por fin!, después de esta larga digresión, he llegado al quid de la cuestión que hoy me ocupa; pero veamos ahora que tiene que ver una cosa con la otra.
Una de las los gestos que nacen con el ser humano mismo es el de arrojar objetos, bien en la práctica de la caza y de la guerra, bien con el fin de simple divertimento; jugar con una pelota o un balón en las manos es una actividad motriz natural en el hombre desde hace miles de años. Primero entre los griegos y  después entre los romanos, el juego de pelota constituyó una mera actividad lúdica y tan saludable que el propio médico Galeno recomendaba su práctica;  con el fin de  favorecer que fuesen manejadas también por ancianos, mujeres, niños y hasta convalecientes las pelotas aligeraron su peso. No me puedo resistir a dejar aquí un precioso testimonio, el  famoso mosaico conocido como “de las chicas en bikini”  procedente de la Villa romana del Casale  en Piazza Armerina (Sicilia), donde se recrea una escena de ejercicios gimnásticos diversos, entre ellos de pelota, ejecutados por muchachas ataviadas con un atuendo que se nos antoja muy familiar:

http://www.panoramio.com/photo/28330234
Los juegos de pelota estaban entre los ejercicios físicos que las mujeres romanas practicaban con mayor predilección, pese a las reticencias del poeta Ovidio para quien no se trataba de ejercicio adecuado por la “debilidad de su sexo” (Ars amandi III, 381-384); pero no  era así para los varones, destacándose en esta práctica Julio César y los emperadores Augusto, Vespasiano y Alejandro Severo, quien sobresalía en esta actividad.
Los romanos, herederos de las costumbres griegas de este deporte, practicaban los juegos de pelota como signo de distinción social, en aras de lo que llamamos la “elegancia griega”; fue el famoso Campo de Marte, lugar por antonomasia en Roma para las maniobras militares,  la instalación deportiva más grande de la ciudad y escenario de esta y otras habilidades y destrezas, propias de los hombres en palabras de Ovidio (op. cit.). Pero no fueron tampoco ajenos  a esta actividad las carreteras, los campos abiertos, los espacios libres de la ciudad,  las zonas de las villas habilitadas a tal fin, ni mucho menos las grandes termas, donde existían locales destinados al juego de pelota llamados sphaeristeria, del griego σφαῖρα, sphaira, ‘pelota’.
En las termas de Diocleciano, dos rotondas o salas circulares delimitaban en las esquinas del muro perimetral sudoeste, gemelas y simétricas,  situadas hoy en la Via Torino, enmarcando el diseño semicircular de la gran exedra de las Termas de Diocleciano, una construcción descubierta, con asientos, usada como lugar de encuentro abierto y conversación filosófica; las dimensiones y el trazado de esta primitiva exedra fueron respetados cuando, alcanzada la unidad de Italia, se produjo un intenso desarrollo urbanístico de esta parte de la ciudad. Los nuevos edificios, dos suntuosos palacios del s. XIX con soportales, son obra del afamado arquitecto Gaetano Koch en la llamada con razón Piazza dell’Esedra, de forma semicircular, porque se levantaron siguiendo la primitiva planta romana, como puede verse todavía hoy al contemplar el bellísimo Hotel Boscolo Exedra Roma, que, tras magníficas labores de restauración y respetuosa intervención, ofrece un ejemplo sin igual y cuya web oficial invito a visitar, sobre todo, con insana envidia, lo reconozco,  de quienes tienen la suerte de disfrutarlo: http://exedra-roma.boscolohotels.com/
Más tarde, en la década de los años 50 la Piazza dell’Esedra cambió su nombre por el de Piazza della Reppublica y de ella arranca la importante calle comercial que es Via Nazionale; en el centro de la plaza se sitúa la impresionante Fontana delle Naiadi o Fuente de las Náyades, ninfas del elemento líquido, seres femeninos que encarnan el curso del agua que habitan. El comitente de la obra fue el papa Pío XI en 1870 y por entonces la adornaban cuatro leones; en 1901 el escultor Mario Rutelli fue el encargado de sustituir los animales del proyecto original por las figuras desnudas, voluptuosas y carnales de cuatro jóvenes que representaban a las divinidades protectoras del agua sagrada. El nuevo proyecto causó no poco revuelo debido a la explícita desnudez de las figuras, dotadas de rotundas formas, y un gran escándalo porque corría el rumor de que las modelos que habían posado eran prostitutas.
Hoy, cada vez que me paro a contemplar la Fontana delle Naiadi, las reticencias y críticas de aquel entonces me hacen esbozar como mínimo una sonrisa ante esa supuesta exhibición impúdica de las esculturas que tanto estupor puritano causó entre los romanos de principios del S. XX. O tempora, o mores, que decía el sabio Cicerón.
Esas dos rotondas de las que hemos hablado antes tenían como función servir precisamente de sphaeristeria, canchas para los juegos de pelota, locales normalmente cubiertos reservados a la práctica de diversas modalidades de esta práctica deportiva, en muchos casos determinadas por el tipo de pelota (pila lusoria, sphaera) con la que se jugaba; y  hay que decir que tanta era la afición que manifestaba el pueblo por este juego que había quien no hacía ninguna otra cosa en todo el día. El ejercicio de estos juegos de pelota se practicaba, sobre todo, antes de tomar el baño, de ahí que los locales estuviesen muy próximos a las salas termales, y desnudos.
De los diferentes tipos de esférico empleado nos da cuenta Plinio en su Historia natural 7, 56, 57 cuando cita cuatro: trigonalis, paganica, follis y harpastum; con estos términos se designa no sólo la pelota en sí  sino también la particular forma de juego con cada una de ellas. La pila paganica estaba rellena de plumas y con un recubrimiento de lana y de una piel muy ligera; de peso equilibrado, era de menor tamaño que la follis, pero más gorda que la trigonica y la preferida antes del baño. Niños y muchachas juegan con ella, aunque ya Ovidio (op. cit.) recomienda a estas servirse de una raqueta (reticulum)  que impida dañar sus delicadas manos.
Los sphaeristeria permitían, al parecer, varios círculos a la vez en los que era posible jugar a varios estilos simultáneamente, lanzándola sin tocar el suelo, o dejándola votar con gran ruido antes sobre la tarima del suelo entre los gritos enfervorizados del público; a esta modalidad se la conocía como vitrae pila ludere y  a sus jugadores como pilicrepi, muchas veces profesionales con partidos organizados y fines lucrativos.
También se jugaba a la pila trigonica, de menor tamaño que la anterior pero de mayor dureza y rellena de pelos; solía jugarse con tres jugadores que, desnudos y ungidos de aceite, se disponían en ángulo. Consistía el juego en lanzarse de uno a otro la pelota con gran fuerza y rapidez con el fin  de que el rival fallase, pero evitando a toda costa fallar uno mismo, y, como cada vez se sacaba en una dirección, convenía al jugador ser ambidiestro.
Y, del mismo modo que en la actualidad un grupo de jóvenes actúan de recogepelotas durante los partidos de tenis, también en estos partidos había sirvientes y esclavos para este fin; una vez recuperadas, eran metidas en una caja o bolsa para volverlas a poner en juego cuando se necesitasen y había también encargados de contarlas. Para esta información resulta extraordinariamente útil como fuente documental la novela El Satiricón  de Petronio, donde uno de los personajes, un liberto adinerado y pomposo,  hace ostentosas demostraciones de su recién conseguida riqueza y celebra una memorable cena en su casa, previo paso por los baños públicos,  en el episodio más extenso que ha llegado a nosotros, “La cena de Trimalción”.
Otras fuentes nos hablan de variantes de juego que hacen recordar deportes de pelota actuales: el harpastum, un juego de estrategia similar al fútbol americano, con un balón pequeño y duro; el expulsum ludere, parecido al balonmano, jugado con un balón grande contra un muro que hacía de portería; la sphaeromaquia, quizá embrión del rugby…
Toda esta larga explicación nos acerca a la consideración de las termas como espacios polivalentes, germen de las edificaciones públicas multifuncionales y precursoras de los grandes equipamentos deportivos actuales, de ahí su ejemplar importancia.
Abandonadas durante largo tiempo el Destino sonrió a una de estas rotondas de las termas, en concreto a la del lado sudoeste, que fue convertida en iglesia cuando en 1598 a iniciativa de la condesa Caterina  Nobili Sforza di Santa Fiora, que había adquirido el edificio cinco años antes, la reestructuró  a sus expensas y la donó inicialmente a los Feuillants, aunque más tarde pasó a la congregación de San Bernardo de Claraval, fundador de los Cistercienses, y de quien la iglesia tomó su nombre.
Interior de San Bernardo (abril 2012)

Y como hasta para ser monumento hay que tener suerte, no corrió igual fortuna la otra rotonda, pero esa es otra historia que dejo para la segunda parte prometida de esta entrada.
Sólo me queda desear toda esta larga exposición haya sido de agrado y que haya despertado la curiosidad de mis amables lector@s para seguir leyéndome.

sábado, 8 de junio de 2013

Papas, abejas y fuentes.




Pocas son las ocasiones en que el papado no haya querido dejar su impronta en el urbanismo de Roma, especialmente cuando durante los últimos años del s. XVI las fuentes comenzaron a desempeñar un papel importantísimo en la fisonomía de esta Urbs; en este sentido las creaciones de Bernini fueron, sin duda alguna, el factor decisivo en la transformación de la ciudad contribuyendo a convertirla en la “ciudad de las fuentes”.
Aunque el punto de partida para mi entrada de hoy no sea ni la fontana  más celebrada ni figure entre los capolavori del gran artista, quiero rendirle un pequeño tributo porque sí forma parte del imaginario personal de esa “Roma come la vedo io” ; me refiero en esta ocasión a esa pequeña joya situada al principio de la Via Veneto, junto a la Piazza Barberini,  y conocida, por razones obvias como veremos, como la Fontana dei Api, es decir, la Fuente de las abejas.
Abejas Barberini (agosto 2010)

 Se trata de una fuente  en la que llaman la atención tres enormes abejas esculpidas, posadas en la basa de una enorme concha de impresionante diseño, un Pecten o venera,  y bajo cada una de las cuales tres caños lanzan sutiles chorros que caen sobre la valva inferior que recoge el agua; la valva superior de la magnífica concha, abierta a modo de joyero, lleva  incisa una inscripción en la que se informa de quién encargó su ejecución, el año en que fue erigida y la finalidad con la que fue levantada:
    URBANUS VIII PONTIFEX MAXIMUS
    FONTI AD PUBLICUM URBIS ORNAMENTUM
    EXSTRUCTO SINGULORUM USIBUS SEORSIM COMMODITATE
    HAC CONSULUIT ANNO MDCXLIV PONT XXI
En efecto, en el año 1644  el papa Urbano VIII Barberini encargó a Bernini la ejecución de lo que se conoce como una bassa fontana,  una fuente de pequeñas dimensiones cuya función sería la de servir de abrevadero para las caballerías; este tipo de fuentecillas era frecuente que fuesen construidas en las proximidades de otra fuente monumental, como veremos que sucedió también esta ocasión. Convenía así el proyecto, al decir de su inscripción, tanto al embellecimiento público de la ciudad como a la utilidad y comodidad general,  al tiempo que se añade aquí también otra curiosidad. Una vez finalizada la obra, en junio de 1644, se puso la inscripción dedicatoria en la que figuraba que el papa Urbano se hallaba en el vigésimo segundo año de su  pontificado, aunque para entonces faltaban para él dos meses, y probablemente Bernini quiso así expresar una anticipación de buenos augurios; pero por aquellas fechas el pontífice estaba ya enfermo y esta celebración por adelantado fue vista por los romanos como una mala señal de modo que corrieron jocosas maledicencias por la ciudad. Fue entonces que el cardenal Francesco, sobrino del papa, hizo corregir con escalpelo la última I de la numeración romana convirtiendo así el XII en XI;  el 29 de julio de 1644 moría Urbano VIII, desencadenándose una oleada de alegría y de odio en cuanto fue conocida la noticia.
La presencia de las tres enormes abejas que adornan la fuente tiene su explicación en el escudo familiar de los Barberini, una poderosa familia toscana establecida después en Florencia y que habría de alcanzar su máximo poder al alcanzar la silla de San Pedro uno de sus miembros, Maffeo Barberini, precisamente con el nombre de Urbano VIII; con este papa el término “nepotismo” se hizo efectiva realidad, al favorecer a las claras a miembros de su familia. A las “sombras” de su papado se unen también las “luces”: el mecenazgo a artistas como el propio Bernini y el acometimiento de grandiosas obras del Barroco, en muchas de las cuales aparecen omnipresentes las tres heráldicas abejas como emblema de los Barberini.
Emblemas papales en la Fontana del Tritón (agosto 2010)

Desde siempre las abejas han sido símbolo de  laboriosidad y de diligencia, de orden y de trabajo disciplinado, de una organización que garantiza una sociedad próspera, estable y perdurable en el tiempo; no en vano el poeta romano Virgilio les dedicó el libro IV de sus Geórgicas, alabando su naturaleza y su maravilloso modo de vida. Las abejas Barberini eran consideradas como símbolos de la Divina Providencia, esa misma Divina Providencia que da nombre al  enorme fresco de “La Alegoría” que Pietro da Cortona pintó como un espectacular ejercicio de  exaltación de la familia papal, una glorificación del pontificado de Urbano VIII en el Palazzo Barberini.  Este extraordinario palacio o, aún mejor, villa suburbana, fue iniciado en 1627 bajo la dirección del arquitecto Carlo Maderno englobando una preexistente construcción, la Villa Sforza; pero en realidad el proyecto era muchísimo más ambicioso pues, además de transformar este edificio en una villa-palacio digna de convertirse en la residencia fastuosa de la más prestigiosa de las familias romanas, se acometió al mismo tiempo una actuación de todo el entorno circundante consiguiendo así una perfecta integración.
Fuente del Tritón con el Palazzo Barberini a la derecha (agosto 2010)

Es en este proyecto rediseñado en el que encaja a la perfección la bellísima Fontana del Tritón, en mármol travertino, que Bernini diseñó para la Piazza Barberini, próxima al homónimo palacio y que constituyó el elemento principal de la remodelación de la antes llamada Piazza Grimana; se trata de una espectacular creación de elemento mitológico: un fornido Tritón, ser marino del cortejo de Poseidón, mitad hombre, mitad pez, sobre una gigantesca concha, sopla con fuerza una caracola que lanza hacia arriba un potente chorro de agua. Todo ello reposa sobre cuatro curiosos delfines entre cuyas colas se entrelazan la tiara papal y las llaves de S. Pedro con el escudo de los Barberini, donde de nuevo hallamos las tres heráldicas abejas, eso sí, de mucho menor tamaño que en nuestra Fontana dei Api. Esta es la fuente monumental a la que anteriormente hacía yo referencia cuando explicaba que en las proximidades de estas obras solía colocarse otra de menor tamaño destinada al uso público, algo así como una “hermana menor” de aquella otra colosal.
Delfines y abejas en la Fuente del Tritón (agosto 2010)

Pero volvamos de nuevo a nuestra más modesta Fontana que, curiosamente, no ocupa ya hoy ni  su emplazamiento original ni presenta su primitivo aspecto porque, como veremos a continuación, son muchas las vicisitudes por las que ha pasado este berniniano beveratore delli caballi.
La Fontana de las abejas ocupaba en los tiempos de su inauguración otra esquina, entre la Piazza Barberini  y la Via Sistina, y allí permaneció hasta que en 1867, por razones de reordenación del tráfico y de la circulación, fue desmontada y abandonada con poco cuidado en los depósitos municipales del Testaccio donde permaneció casi olvidada hasta que las voces de algunos estudiosos se alzaron reclamando su reposición; de la mano del escultor Adolfo Apolloni fue reconstruida  y reinaugurada en el año 1916  donde hoy podemos verla aislada al comienzo de Via Vittorio Veneto.
Sin embargo, no fue sólo el nuevo lugar donde fue ubicada lo que cambió; los trabajos de reconstrucción fueron muy laboriosos porque la mayor parte de las piezas que la formaban se habían perdido y tan sólo se conservaba la abeja central y el fragmento sobre el que estaba posada. Ello explica que lo que hoy podemos contemplar responde a una idea poco “fiel” de su aspecto original, si lo comparamos con el dibujo  de 1665  que de la plaza nos dejó Lievin Cruyl, el dibujante flamenco de Gantes que vivió en Roma entre 1664 y 1674  y a quien debemos magníficos testimonios de la ciudad en su tiempo;  en él es posible apreciar cómo era el diseño original en la ilustración 10, L. Cruyl, Prospetto della Piazza di Sforza, hoggi Piazza Barberino, c.1664-1666, en el siguiente enlace:
Según se desprende de esta valiosa fuente de información, la Fontana en cuestión adosaba su valva superior contra la esquina de un palacete propiedad de Nicolò Soderini, mientras que la valva inferior se apoyaba directamente sobre el suelo. No obstante, en una antigua foto del archivo fotográfico del Comune di Roma realizada antes de su demolición, he podido comprobar que antes de 1867, fecha en que fue desmantelada y retirada, la valva inferior estaba alzada del suelo sobre bloques de piedra,  tal como también podemos verla hoy.
Además del cambio de ubicación y de diseño, la Fontana experimentó variación también en el material con el que fue reconstruida en la copia encargada a Apolloni: el blanquísimo mármol de Carrara del original, conocido como “mármol lunense”, fue sustituido por mármol travertino, más amarillo, procedente de la Porta Salaria, una parte de la Muralla Aureliana que había sido demolida en 1871.
Fontana dei Api en la actualidad (agosto 2010)

En la actualidad poco queda del proyecto inicial si nos fijamos en que la Fontana se nos presenta exenta de cualquier edificio, con su valva superior soportada por un falso murete en claro recuerdo de su primitiva localización; la última restauración se llevó a cabo en el año 2000, pero sólo cuatro años después fue objeto de un acto vandálico en el que se perdió la cabeza de una de las abejas (y aún anda desaparecida) por lo que tuvo que ser reemplazada por una copia.
Pese a toda su larga odisea, la Fontana dei Api se levanta en pleno siglo XXI como rumoroso testigo de ese glorioso pasado barroco de Roma, en medio del incesante tráfico y de las hordas de turistas que, camino de la cosmopolita y bulliciosa Via Veneto, pasan junto a ella sin reparar demasiado en su belleza; pero ella sigue allí, tantos siglos después, cumpliendo, como rezaba su inscripción fundacional,  su doble función de pública ornamentación de la Ciudad y al mismo tiempo de fuentecilla para uso de los ciudadanos, con su trío de “barberinianas” abejas centinelas.  Y doy fe de que su agua, fresquísima, es excelente para aplacar la sed y no ha habido ocasión en que no me detenga para admirarla, fotografiarla  y beber un sorbo.
Bebiendo en la Fuente (marzo 2011)

Después de larga entrada (y juro que nunca pensé que fuese a resultar tan extensa), tan sólo me queda, estimad@s lector@s, daros las gracias por vuestra paciencia, invitaros a conocer este modesto tesoro de Roma y brindar con vosotr@s con un trago de su agua. SALUTE!  

domingo, 7 de abril de 2013

De pontífices y de puentes






En el marco de los recientes acontecimientos religiosos que han convertido a la Ciudad Eterna en el epicentro de un terremoto mediático sin precedentes, aprovecho las sabias palabras de Publio Sirio, Deliberando saepe perit occasio, o lo que es lo mismo, muchas veces la oportunidad de hacer algo se desvanece cuando se discute mucho sobre ello, para abordar una historia donde el pasado se entreteje con el presente para dar forma al futuro y , de paso, con la intención de justificar por qué razón la he titulado De pontífices y de puentes.
Es Roma, sin duda alguna, la “ciudad del puente”, pues desde la Antigüedad el río Tíber ha constituido la espina dorsal y el eje vertebrador de las dos orillas de la ciudad, la vía de comunicación y comercio,  el límite de territorios, la salvaguarda y defensa ante los enemigos etruscos, el benéfico irrigador de los campos y el destructor temible por sus devastadoras inundaciones…  Sin duda alguna podemos afirmar que desde siempre el río ha marcado y ha condicionado la vida de Roma.
 La necesidad de unir sus riberas hizo a los romanos tender, en tiempos ya del rey Anco Marcio,  el primer puente, el Puente Sublicio, para unir el monte Janículo con la ciudad; afortunadamente era éste de madera, pues en el s. VI a. C. Roma se vio obligada a hacer frente a las hostiles y poderosas ciudades etruscas que amenazaban a la incipiente República Romana. Cuenta la leyenda que cuando las tropas del etrusco Lars Porsenna avanzaban decididamente hacia el sur después de haber expulsado a los romanos del Janículo y se encaminaban ya con inminente peligro hacia la ciudad, surgió un héroe, Horacio Cocles, quien con su audacia y valentía,  junto con dos compañeros primero  y luego él solo, logró retener al ejército etrusco mientras sus conciudadanos demolían el puente; y cuando éste hubo sido destruido, se arrojó a las aguas poniendo a salvo su vida y su armadura.

Puente Roto (abril 2012)

Posteriormente, en siglo II, los censores Marco Fulvio Nobilior y Marco Emilio Lépido hicieron construir el primer puente de piedra, el Puente Emilio, al que hoy se conoce como el Puente Roto  porque se destruyó parcialmente y hoy todavía  es visible uno de sus arcos en el cauce del río; este puente se hallaba próximo al Forum Holitorium, el mercado de frutas y hortalizas, en uno de los puntos de tránsito y vado de mayor importancia del río en la Antigüedad. Su construcción fue realizada en dos fases; en la primera, en el año 179 a. C., se levantaron los pilares sobre los que se apoyaba una pasarela de madera y más tarde, en el 142a. C., bajo el consulado de Escipión Emiliano y Lucio Mumio,  se le añadieron los arcos de piedra; en 1230 sufrió una grave inundación y fue reconstruido con el nombre de Puente de Sta. María. El paso del tiempo hizo mella en él y el papa Paulo III encargó su restauración al propio Miguel Ángel, quien no llegó a llevarla a cabo; sería en 1575 cuando fue terminada, aunque todo fue esfuerzo vano porque veintitrés años después se derrumbó definitivamente de modo que el arco superviviente que aún  podemos ver hoy corresponde precisamente a esa reconstrucción llevada a cabo en el s. XVI.

Puente Fabricio (abril 2012)

Tiempo después fueron construidos los dos puentes que enlazan la Isla Tiberina, una isla fluvial en medio del Tíber (a cuya historia volveré próximamente porque bien merece una entrada propia), con las dos orillas. De un lado, el Puente Fabricio, del año 62 a. C., el más antiguo de Roma todavía en uso,  permanece totalmente intacto desde la Antigüedad; es también conocido como Pons Judaeorum, el Puente de los judíos, por estar próximo a la ribera habitada por la comunidad hebrea. Sus dos grandes arcadas se apoyan sobre un pilón central, dotado de un pequeño arco cuya función es la disminuir la presión del agua sobre la estructura durante las crecidas.

Puente Cestio (abril 2012)

El otro puente que comunica la Isla Tiberina con ese barrio genuino, idiosincrático y singular que es el Trastévere (literalmente Trans Tiberim, ‘al otro lado del Tíber’) es el Ponte Cestio, construido en  los primeros años de la República y cuyo nombre desconocemos si corresponde a su constructor o restaurador;   porque  efectivamente sabemos que este puente fue objeto de numerosas restauraciones hasta ser reconstruido por completo en el 375 d. C. a iniciativa del emperador Graciano por el prefecto Símaco, quien se sirvió para ello de material procedente del  vecino Teatro Marcelo, usado al igual que el Coliseo como cantera. A lo largo de la Edad Media y la época moderna sufrió otros arreglos y el aspecto que presenta en la actualidad se debe a las obras que se acometieron en las márgenes del río en 1892 cuando se levantaron grandes diques en sus márgenes  para proteger la ciudad de las constantes crecidas.
Más tarde llegaron nuevos puentes como resultado de la expansión imperial, de los que lamentablemente no nos quedan apenas más restos que sus viejos nombres: el Pons Agrippae, o Puente de Agripa, del que desconocemos su principal función, si bien tenemos noticia de que fue reconstruido y dedicado de nuevo por el emperador Antonino Pío;  o el Pons Caligulae, o Puente de Calígula, de madera, por el que el emperador podía cruzar el valle entre el Palatino y el Capitolio de tal modo que podría ir desde su palacio al Templo Capitolino (probablemente se trata del  puente que, según relata Suetonio en su Vida de Calígula 22, habría construido el demente emperador, por haberle instado el propio Júpiter a vivir cerca de él, y que inmediatamente después de su muerte habría sido destruido para que no quedase rastro alguno de su infausto recuerdo). Del Puente de Nerón, cerca del actual Puente  Vittorio Emanuele II, no hay evidencias seguras de que fuese Nerón quien lo hiciese construir, aunque su proyecto encaja bien en la política urbanística del emperador; conocido también como Puente Triunfal porque la Via Triumphalis pasaba sobre él, de  su estructura sobreviven los restos de uno de sus cuatros pilares, visibles tan sólo cuando el caudal del Tíber está muy bajo.

Puente Sant' Angelo (agosto 2010)

Otros dos puentes antiguos  también son famosos en la actualidad: el Puente Elio o Puente de Adriano (por ser el nombre completo del emperador Publio Elio Adriano) es  hoy  más conocido como Ponte Sant’Angelo;  fue terminado por este emperador en el 134 d. C. en conexión con su Mausoleo aunque probablemente también con la intención de abrir el área adyacente a  la margen derecha del río al desarrollo y a la urbanización ya que comunicaba la ciudad con el Ager Vaticanus, lo que más tarde será lo que conocemos hoy como El Vaticano . Se trata del otro de los dos puentes de la Antigua Roma, junto con el Puente Fabricio, que han logrado permanecer más o menos intactos durante siglos y se cuenta entre los puentes más bellos de Roma,  ya que su hermosa factura vio incrementado su atractivo cuando entre 1669 y 1671 el papa Clemente IX le añadió la serie de diez esculturas barrocas de ángeles diseñadas por Bernini; todas ellas, cada una de las cuales sostenía uno de los instrumentos del martirio de Cristo, fueron encargadas a los mejores escultores del momento,  y tan  sólo dos, El ángel con la inscripción INRI y El ángel con la corona de espinas, quedaron reservadas para el propio Bernini. El papa, atraído sobremanera por las excepcionales características de estas dos piezas, hizo que fuesen reemplazadas por copias y guardadas en interior; hoy pueden contemplarse esos originales en la iglesia de San Andrea delle Frattre en Roma, si consigues hallar abierta la iglesia, cosa que yo aún no he logrado.
El último puente al que me referiré es el Puente Milvio, uno de los más importantes sobre el Tíber; aunque fue construido en tiempos de Nerón en el año 206 d. C., debe su nombre a la famosa batalla que se libró junto a él y en la que en el 312 d. C.  el emperador Constantino venció a su rival Majencio. No me resisto a citar aquí ese hecho singular que en los últimos años se ha hecho famosísimo entre las parejas de enamorados: dejar sobre él “los candados del amor”, práctica inspirada en la novela Hoy tengo ganas de ti (2006) de Federico Moccia  que ha provocado ya  graves consecuencias y contra la que lucha denodadamente el Ayuntamiento de Roma con mayor o menor éxito.
Y al hilo de este “romántico” comentario no me queda más que reconocer que es Roma una historia de amor entre el río Tíber y los puentes, un “yo sin ti” imposible, porque bajo los ojos de esos puentes discurre la mirada cómplice del río hacia la  Urbs, a su amada Ciudad; se trata de un trinomio inseparable, Roma-Tíber-puentes, eficiente y eficaz para la Historia de este pueblo en particular y del mundo de Occidente en general.
El puente como símbolo de unión, de paso, de tránsito, de conexión comunica los riberas de un río, relaciona los contrarios y, en otro orden, conecta un mundo con otro; ello explica el papel importantísimo del colegio de los Pontífices cuyo origen remonta a los albores de Roma; es el propio Cicerón quien nos habla de que fue el segundo rey de Roma,  Numa Pompilio, quien eligió a cinco pontífices para presidir las ceremonias sagradas. Ya en la Antigüedad se proponían dos etimologías para el nombre Pontifex y es Varrón el encargado de trasmitirlas: afirma, por un lado, que  puede estar formado de posse (poder) y facere (hacer), pero él mismo se inclina por hacerlo derivar de pons (puente) porque fueron ellos, los pontífices, quienes construyeron el Puente Sublicio y acometieron las sucesivas reconstrucciones siempre que fue necesario, al tiempo que en ambas riberas se llevaban a cabo solemnemente ritos sagrados. Y aún cabe apuntar una etimología más, que pontifex provenga de fosse (fons) y pacere (con el sentido de ‘causar’ en dialecto umbro); de este modo, el pontífice vendría a ser una especie de zahorí, un individuo con facultad de descubrir manantiales subterráneos tan necesarios para los cultivos, un superior de estos peritos en aguas que presidirá la búsqueda de nuevos acuíferos tan imprescindibles para las sociedades agrarias osco-umbras.

Augusto Pontifex Maximus in Via Labicana (agosto 2010)

La explicación más extendida y generalizada, no obstante, es la que pone en relación pontifex con pons, pero origina la duda de por qué razón recibe este nombre el sacerdote encargado especialmente de la jurisprudencia religiosa en Roma, el vigilante de culto oficial público en la ciudad; quizás con el término pons se refiera a un antiguo valor indoeuropeo de “camino, vía” y se aluda a un posible colegio de ingenieros, de trazadores de caminos, conocedores de los cálculos secretos para montar y desmontar el Puente Sublicio según el grado de hostilidad con los pueblos etruscos. Esta interpretación ayudaría a explicar que entre los atributos del pontifex maximus, el presidente del colegio de los pontífices, figure una dolabra o “piqueta”, herramienta que podía servir a la vez como hacha y como pico y que formaba parte indispensable del equipo del soldado romano. A ellos se les habría encargado también la ordenación del calendario público, qué días serían fastos o nefastos, información tan necesaria para todos los actos de la vida; así habrían cobrado cada vez mayor importancia hasta alcanzar la supremacía religiosa porque la suya era “la ciencia de las cosas divinas y humanas”.  Vigilaban el culto y todas las ceremonias, cuidaban de armonizar el calendario civil con el solar, intercalando meses y días e introduciendo, ya fuera por su propia ignorancia astronómica o por determinados intereses, grandes desórdenes que duraron hasta la reforma del calendario de Julio César en el año 46 a. C.
El colegio de estos sacerdotes, cuyo número fue variando hasta los quince establecidos por Sila, estuvo presidido siempre por el Pontifex Maximus, obligatoriamente varón y cuya dignidad era vitalicia; entre sus principales cometidos figuraban defender y representar a todos los dioses del Estado, elegir a los sacerdotes de distintos colegios así como a las vírgenes Vestales, señalar y publicar las fiestas mensuales, interpretar la ley y el derecho así como poseer la potestad legislativa e interpretativa de la ley, administrar la justicia religiosa, consagrar algo públicamente a los dioses y revocarlo posteriormente, administrar todos los bienes de los dioses procedentes de fuentes de financiación diversas como las ofrendas de los fieles o ciertos impuestos, una parte de los cuales se destinaba al decoro y el esplendor del culto… En suma, era prácticamente la autoridad más influyente del Estado; por  ello no resulta extraño que Julio César  y Augusto ambicionaran ser designados como Pontifices Maximi, el primero al principio de su carrera y el segundo como condición para considerarse plenamente señor de Roma.
Así,  por extensión, de este cometido del pontifex como  “constructor de puentes” que  implica la condición de “hombre-puente” o “puente-vivo” de quien lo ostenta, convirtiéndose en mediador por excelencia, conciliador, es fácil colegir la explicación trascendental de su cometido religioso. Así como el puente comunica las dos riberas de un río, el pontífice actúa como nexo de unión entre los hombres y las divinidades antes, o de los hombres y Dios ahora, de donde se justifica cómo ese título pagano habría sido heredado por el Papa, obispo de Roma y  jefe de la Iglesia católica; el nombre Papa procede del latín papas “obispo” y este a su vez del griego páppas, “papá,  término de respeto dirigido a eclesiásticos”. Aparece en latín desde el s. III con el sentido de “obispo” y desde el s. V queda restringido al obispo de Roma o Sumo Pontífice; y al leer con detenimiento las atribuciones del viejo Pontifex Maximus romano, no resulta extraño encontrar algo más que meras coincidencias con la figura de Pontífice actual.
Se hace necesario remontarnos ahora a cómo, cuándo y por qué se produjo esa promoción, paradójica cuanto menos, del propio papa como Pontifex Maximus, el título de la autoridad más influyente del Estado romano, el principal personaje de la organización religiosa de la Roma pagana.
El cargo de Pontifex Maximus había sido electivo hasta que Augusto puso fin a esa práctica y en el Imperio quedó asociado a la dignidad imperial; con la conversión de Constantino y  el edicto de Milán del año 313 que concedió la libertad de religión en el Imperio romano y  acabó con las persecuciones, el paganismo dejó de ser la religión oficial del imperio y de sus ejércitos. Más tarde, cuando Teodosio declaró el cristianismo como religión oficial de Imperio en el a. 380 y prohibió los cultos paganos, se quitaba todo sentido ya al papel religioso del emperador; el proceso habría de concluir definitivamente cuando el joven emperador Graciano (sí, sí , aquel mismo de la restauración del Puente Cestio) en el año 382 renunció a llevar el título de Pontifex Maximus por considerarlo incompatible con su fe e impropio de un emperador cristiano, rechazando así los tradicionales atributos paganos de los emperadores. El puesto quedó así vacante y fue tomado por el entonces obispo de Roma, Dámaso I, el primer obispo romano en recibir el nombramiento, aunque murió sólo dos años después, en el 384.
El primer papa en sentido estricto fue León I (440-461) quien asumió de manos del  emperador Valentiniano III el título que había quedado abandonado desde el 384; otras fuentes hablan de que fuese el papa Gregorio I (590- 604) quien lo emplease en un sentido claramente formal y es posible que con el advenimiento del Renacimiento el título se consolidase  definitivamente como título de honor para el papa como constructor de puentes espirituales que restaura lazos que ligan al hombre a su pasado.
Desde tal perspectiva no resultó en absoluto extraña la elección del nombre de la cuenta en Twitter del papa Benedicto XVI, el primero en estrenarse en esta red social, @pontifex, eligiendo para ello la fecha del 12 del 12 del 12, a las 12 horas, por el número de los apóstoles. La elección de este nombre para nada es casual porque se asegura así la continuidad de dicha cuenta que podrá ser usada sin modificación alguna por parte de todos sus sucesores en la Vicaría de Cristo como figura que “tiende puentes” ahora también sirviéndose… de las nuevas tecnologías.
Como habréis tenido oportunidad de comprobar en esta labor “pontificia” de hoy, también yo he tratado de establecer puentes entre el  histórico pasado romano y las bellas estampas fluviales de la ciudad de hoy, entre las raíces etimológicas de las palabras y las razones políticas de los cambios, entre el peso de la tradición y la modernidad virtual,   en una evocación que espero que, a pesar de larga, se haya hecho amena e ilustradora en un nuevo recorrido por la Roma Eterna.
Mil bicos a tod@s.