En Roma, en el populoso distrito de Castro Pretorio y a escasos metros de dos magníficas iglesias, Sta. Susana y Sta. María de la Victoria, hallamos un templo mucho más modesto y menos conocido pero cuyo pasado lo transforma en excepcional; este es el motivo que me lleva a convertirlo hoy en absoluto protagonista de una historia que, espero, resulte reveladora de algunos datos interesantes y curiosos: me estoy refiriendo a San Bernardo alle Terme.
A la mayoría de los visitantes que transitan por esta zona
de la ciudad esta iglesia le pasa absolutamente desapercibida; a ello contribuye, además de la proximidad de las
ilustres vecinas que he mencionado al principio, el hecho de que la plazuela en
la que se ubica, llamada Piazza San Bernardo, está literalmente invadida por
coches y motos, creando un caótico aparcamiento improvisado que eclipsa lo que debería
ser un recoleto entorno. Tampoco su
discreta fachada contribuye demasiado a reparar en ella y he de
reconocer con vergüenza, lo confieso, que yo misma la descubrí sólo después de haber
pasado en varias ocasiones anteriores por delante sin haberme percatado casi de
su presencia; en mi descargo he de decir
que admirar la hermosa fachada de Sta. Susana, obra de Carlo Maderno a finales
del s. XVI, obliga, involuntariamente, a dar la espalda a esta otra obra, obviamente
menor desde el punto de vista artístico, pero capaz de ser contenedor de las
múltiples historias que, al modo de las matrioskas
rusas, espero saber ir extrayendo con acierto.
Santa Susana (abril 2012) |
La historia de esta iglesia en cuestión, San Bernardo alle
Terme, está, como su propio nombre indica,
estrechamente vinculada a lo que fue una de las manifestaciones más grandiosas
de la arquitectura romana, las Thermae o baños públicos; se trata en
este caso de las que fueron las más notables de su tiempo, las monumentales
termas de Diocleciano, erigidas en el año 305 ó 306 d. C., cuando a finales del siglo III se produjo una
gran actividad edilicia y fueron varios los edificios termales que por entonces
se construyeron. Más suntuosas y formidables que las termas de Caracalla,
construidas un siglo antes, las de Diocleciano doblaron la capacidad de
aquellas, con un aforo de más de 3.000 personas ¡al mismo tiempo!; su extensión, que ocupaba una superficie de 11
ó 13 hectáreas en esta zona periférica de la ciudad, las convirtió en el más
gigantesco conjunto termal (380 x370 metros) de toda Roma y, si bien no podemos
apreciar ya su antigua grandeza, una parte significativa de ellas subsiste aún
como un espectacular ejemplo de reutilización de edificios antiguos.
De las gigantescas proporciones de esta construcción da
testimonio el hecho de que el nombre de la actual Estación Termini, la estación intermodal más importante de Roma para el
transporte ferroviario y nudo de la red de metro de la ciudad, situada en las
inmediaciones, sea una corrupción de la palabra terme, termas; en el lugar que ocupa hoy la estación se situaba la
enorme cisterna de casi 100 metros de longuitud, que, alimentada por un ramal
del más largo acueducto de la Roma antigua, Aqua
Marcia, abastecía de un agua
excelente a las Termas de Diocleciano. Este acueducto, que debe su nombre a su
promotor, el cónsul Quinto Marcio Rex, había sido construido entre el 144 y el
140 a. C. y proporcionaba a la ciudad nada menos que 187.000 metros cúbicos
diarios distribuidos a lugares elevados de la urbe, entre ellos la colina
Capitolina. En 1876 esta colosal cisterna, conocida con el nombre de Botte di Termi, fue destruida para
levantar en su emplazamiento la estación.
Las termas constituían para los romanos de la época imperial
el centro de reunión de la vida mundana; en ellas no sólo se bañaban, aunque
efectivamente se bañaban mucho, sino que aprovechaban para charlar, pasear,
descansar, tomar el sol, jugar, entretenerse, leer, cotillear los últimos
chismes, conseguir una invitación para cenar, buscar contactos sexuales
profesionales y ligar, entre otras muchas actividades. Y es que, adosados a las
dependencias propiamente balnearias que se estructuraban en una sucesión de
ambientes, el frigidarium, la sala de
baños fríos y última estancia por la que
pasaban los que se bañaban, el tepidarium
o sala de baños tibios y el caldarium o sala
de baños calientes, había también vestuarios para dejar la ropa (apodypteria), letrinas, pabellones,
piscinas, fuentes, palestras y gimnasios concurridísimos, galerías de arte,
salas de lectura (auditoria) , de
conferencias y de música, portales a cubierto para pasear… siguiendo
rígidamente la norma estándar de la época, un eje central con las estancias
distribuidas simétricamente a los lados;
de este modo el interior de este complejo lo ocupaban los baños propiamente dichos,
lujosamente decorados, donde los emperadores prodigaban su grandeza como huella
indeleble de su extraordinario poder granjeándose al mismo tiempo el aplauso y el agradecimiento
del pueblo. Éste no fue insensible a las virtudes de la práctica de la balneoterapia
(clarísimo precedente de la rimbombante denominación de SPA, Salus per aquam, para los actuales establecimientos de
relajación y salud con circuitos termales), sino que aplaudió la posibilidad de
participar en la vida cívica que también tenía lugar en las termas. Si a todo
esto unimos que todos sin excepción, libres o esclavos, varones y mujeres,
podían acceder por unas pocas monedas, y a veces incluso gratis, no es de
extrañar el enorme éxito de asistencia y el enorme bullicio que exasperaba al
mismísimo Séneca, quien tenía bajo su casa unos balnea meritoria, baños públicos, normalmente de propiedad privad, explotados como un negocio.
En medio de este gentío, atraído por las múltiples
posibilidades de ocio, no faltaban tampoco una caterva de personajes presta al
“negocio”: masajistas y depiladores alquilando sus servicios, vendedores de
bebidas y comestibles pregonando a voces su mercancía, poetas a la caza de
auditorio a quien leer sus epigramas o elegías, filósofos a la búsqueda de un
público más serio, truhanes y granujas al despiste, rufianes y alcahuetes de
medio pelo ofertando su “producto”, cuando no el “producto” mismo ofreciéndose,
jovencitos y no tan jóvenes zambulléndose en la piscina después de lucirse en
los ejercicios gimnásticos o … en los
juegos de pelota. ¡Por fin!, después
de esta larga digresión, he llegado al quid
de la cuestión que hoy me ocupa; pero veamos ahora que tiene que ver una
cosa con la otra.
Una de las los gestos que nacen con el ser humano mismo es
el de arrojar objetos, bien en la práctica de la caza y de la guerra, bien con el fin de simple divertimento; jugar con una pelota o un balón en las manos es
una actividad motriz natural en el hombre desde hace miles de años. Primero
entre los griegos y después entre los romanos,
el juego de pelota constituyó una mera actividad lúdica y tan saludable que el
propio médico Galeno recomendaba su práctica; con el fin de
favorecer que fuesen manejadas también por ancianos, mujeres, niños y
hasta convalecientes las pelotas aligeraron su peso. No me puedo resistir a
dejar aquí un precioso testimonio, el
famoso mosaico conocido como “de las chicas en bikini” procedente de la Villa romana del Casale en Piazza Armerina (Sicilia), donde se recrea
una escena de ejercicios gimnásticos diversos, entre ellos de pelota,
ejecutados por muchachas ataviadas con un atuendo que se nos antoja muy
familiar:
http://www.panoramio.com/photo/28330234 |
Los juegos de pelota estaban entre los ejercicios físicos
que las mujeres romanas practicaban con mayor predilección, pese a las
reticencias del poeta Ovidio para quien no se trataba de ejercicio adecuado por
la “debilidad de su sexo” (Ars amandi
III, 381-384); pero no era así para
los varones, destacándose en esta práctica Julio César y los emperadores Augusto,
Vespasiano y Alejandro Severo, quien sobresalía en esta actividad.
Los romanos, herederos de las costumbres griegas de este
deporte, practicaban los juegos de pelota como signo de distinción social, en
aras de lo que llamamos la “elegancia griega”; fue el famoso Campo de Marte,
lugar por antonomasia en Roma para las maniobras militares, la instalación deportiva más grande de la
ciudad y escenario de esta y otras habilidades y destrezas, propias de los hombres
en palabras de Ovidio (op. cit.). Pero
no fueron tampoco ajenos a esta actividad
las carreteras, los campos abiertos, los espacios libres de la ciudad, las zonas
de las villas habilitadas a tal fin, ni mucho menos las grandes termas, donde
existían locales destinados al juego de pelota llamados sphaeristeria, del griego σφαῖρα, sphaira,
‘pelota’.
En las termas de Diocleciano, dos rotondas o salas
circulares delimitaban en las esquinas del muro perimetral sudoeste, gemelas y
simétricas, situadas hoy en la Via Torino, enmarcando el diseño
semicircular de la gran exedra de las
Termas de Diocleciano, una construcción
descubierta, con asientos, usada como lugar
de encuentro abierto y conversación filosófica; las dimensiones y el trazado de
esta primitiva exedra fueron
respetados cuando, alcanzada la unidad de Italia, se produjo un intenso
desarrollo urbanístico de esta parte de la ciudad. Los nuevos edificios, dos suntuosos
palacios del s. XIX con soportales, son obra del afamado arquitecto Gaetano
Koch en la llamada con razón Piazza dell’Esedra,
de forma semicircular, porque se levantaron siguiendo la primitiva planta
romana, como puede verse todavía hoy al contemplar el bellísimo Hotel Boscolo
Exedra Roma, que, tras magníficas
labores de restauración y respetuosa intervención, ofrece un ejemplo sin igual
y cuya web oficial invito a visitar, sobre todo, con insana envidia, lo
reconozco, de quienes tienen la suerte
de disfrutarlo: http://exedra-roma.boscolohotels.com/
Más tarde, en la década de los años 50 la Piazza dell’Esedra cambió su nombre por el de Piazza della Reppublica y de ella arranca la importante calle comercial que es Via Nazionale; en el centro de la plaza se sitúa la impresionante Fontana delle Naiadi o Fuente de las Náyades, ninfas del elemento líquido, seres femeninos que encarnan el curso del agua que habitan. El comitente de la obra fue el papa Pío XI en 1870 y por entonces la adornaban cuatro leones; en 1901 el escultor Mario Rutelli fue el encargado de sustituir los animales del proyecto original por las figuras desnudas, voluptuosas y carnales de cuatro jóvenes que representaban a las divinidades protectoras del agua sagrada. El nuevo proyecto causó no poco revuelo debido a la explícita desnudez de las figuras, dotadas de rotundas formas, y un gran escándalo porque corría el rumor de que las modelos que habían posado eran prostitutas.
Hoy, cada vez que me paro a contemplar la Fontana delle Naiadi, las reticencias y críticas de aquel entonces me hacen esbozar como mínimo una sonrisa ante esa supuesta exhibición impúdica de las esculturas que tanto estupor puritano causó entre los romanos de principios del S. XX. O tempora, o mores, que decía el sabio Cicerón.
Esas dos rotondas de las que hemos hablado antes tenían como función servir precisamente de sphaeristeria, canchas para los juegos de pelota, locales normalmente cubiertos reservados a la práctica de diversas modalidades de esta práctica deportiva, en muchos casos determinadas por el tipo de pelota (pila lusoria, sphaera) con la que se jugaba; y hay que decir que tanta era la afición que manifestaba el pueblo por este juego que había quien no hacía ninguna otra cosa en todo el día. El ejercicio de estos juegos de pelota se practicaba, sobre todo, antes de tomar el baño, de ahí que los locales estuviesen muy próximos a las salas termales, y desnudos.
De los diferentes tipos de esférico empleado nos da cuenta Plinio en su Historia natural 7, 56, 57 cuando cita cuatro: trigonalis, paganica, follis y harpastum; con estos términos se designa no sólo la pelota en sí sino también la particular forma de juego con cada una de ellas. La pila paganica estaba rellena de plumas y con un recubrimiento de lana y de una piel muy ligera; de peso equilibrado, era de menor tamaño que la follis, pero más gorda que la trigonica y la preferida antes del baño. Niños y muchachas juegan con ella, aunque ya Ovidio (op. cit.) recomienda a estas servirse de una raqueta (reticulum) que impida dañar sus delicadas manos.
Los sphaeristeria permitían, al parecer, varios círculos a la vez en los que era posible jugar a varios estilos simultáneamente, lanzándola sin tocar el suelo, o dejándola votar con gran ruido antes sobre la tarima del suelo entre los gritos enfervorizados del público; a esta modalidad se la conocía como vitrae pila ludere y a sus jugadores como pilicrepi, muchas veces profesionales con partidos organizados y fines lucrativos.
También se jugaba a la pila trigonica, de menor tamaño que la anterior pero de mayor dureza y rellena de pelos; solía jugarse con tres jugadores que, desnudos y ungidos de aceite, se disponían en ángulo. Consistía el juego en lanzarse de uno a otro la pelota con gran fuerza y rapidez con el fin de que el rival fallase, pero evitando a toda costa fallar uno mismo, y, como cada vez se sacaba en una dirección, convenía al jugador ser ambidiestro.
Y, del mismo modo que en la actualidad un grupo de jóvenes actúan de recogepelotas durante los partidos de tenis, también en estos partidos había sirvientes y esclavos para este fin; una vez recuperadas, eran metidas en una caja o bolsa para volverlas a poner en juego cuando se necesitasen y había también encargados de contarlas. Para esta información resulta extraordinariamente útil como fuente documental la novela El Satiricón de Petronio, donde uno de los personajes, un liberto adinerado y pomposo, hace ostentosas demostraciones de su recién conseguida riqueza y celebra una memorable cena en su casa, previo paso por los baños públicos, en el episodio más extenso que ha llegado a nosotros, “La cena de Trimalción”.
Otras fuentes nos hablan de variantes de juego que hacen recordar deportes de pelota actuales: el harpastum, un juego de estrategia similar al fútbol americano, con un balón pequeño y duro; el expulsum ludere, parecido al balonmano, jugado con un balón grande contra un muro que hacía de portería; la sphaeromaquia, quizá embrión del rugby…
Toda esta larga explicación nos acerca a la consideración de las termas como espacios polivalentes, germen de las edificaciones públicas multifuncionales y precursoras de los grandes equipamentos deportivos actuales, de ahí su ejemplar importancia.
Hoy, cada vez que me paro a contemplar la Fontana delle Naiadi, las reticencias y críticas de aquel entonces me hacen esbozar como mínimo una sonrisa ante esa supuesta exhibición impúdica de las esculturas que tanto estupor puritano causó entre los romanos de principios del S. XX. O tempora, o mores, que decía el sabio Cicerón.
Esas dos rotondas de las que hemos hablado antes tenían como función servir precisamente de sphaeristeria, canchas para los juegos de pelota, locales normalmente cubiertos reservados a la práctica de diversas modalidades de esta práctica deportiva, en muchos casos determinadas por el tipo de pelota (pila lusoria, sphaera) con la que se jugaba; y hay que decir que tanta era la afición que manifestaba el pueblo por este juego que había quien no hacía ninguna otra cosa en todo el día. El ejercicio de estos juegos de pelota se practicaba, sobre todo, antes de tomar el baño, de ahí que los locales estuviesen muy próximos a las salas termales, y desnudos.
De los diferentes tipos de esférico empleado nos da cuenta Plinio en su Historia natural 7, 56, 57 cuando cita cuatro: trigonalis, paganica, follis y harpastum; con estos términos se designa no sólo la pelota en sí sino también la particular forma de juego con cada una de ellas. La pila paganica estaba rellena de plumas y con un recubrimiento de lana y de una piel muy ligera; de peso equilibrado, era de menor tamaño que la follis, pero más gorda que la trigonica y la preferida antes del baño. Niños y muchachas juegan con ella, aunque ya Ovidio (op. cit.) recomienda a estas servirse de una raqueta (reticulum) que impida dañar sus delicadas manos.
Los sphaeristeria permitían, al parecer, varios círculos a la vez en los que era posible jugar a varios estilos simultáneamente, lanzándola sin tocar el suelo, o dejándola votar con gran ruido antes sobre la tarima del suelo entre los gritos enfervorizados del público; a esta modalidad se la conocía como vitrae pila ludere y a sus jugadores como pilicrepi, muchas veces profesionales con partidos organizados y fines lucrativos.
También se jugaba a la pila trigonica, de menor tamaño que la anterior pero de mayor dureza y rellena de pelos; solía jugarse con tres jugadores que, desnudos y ungidos de aceite, se disponían en ángulo. Consistía el juego en lanzarse de uno a otro la pelota con gran fuerza y rapidez con el fin de que el rival fallase, pero evitando a toda costa fallar uno mismo, y, como cada vez se sacaba en una dirección, convenía al jugador ser ambidiestro.
Y, del mismo modo que en la actualidad un grupo de jóvenes actúan de recogepelotas durante los partidos de tenis, también en estos partidos había sirvientes y esclavos para este fin; una vez recuperadas, eran metidas en una caja o bolsa para volverlas a poner en juego cuando se necesitasen y había también encargados de contarlas. Para esta información resulta extraordinariamente útil como fuente documental la novela El Satiricón de Petronio, donde uno de los personajes, un liberto adinerado y pomposo, hace ostentosas demostraciones de su recién conseguida riqueza y celebra una memorable cena en su casa, previo paso por los baños públicos, en el episodio más extenso que ha llegado a nosotros, “La cena de Trimalción”.
Otras fuentes nos hablan de variantes de juego que hacen recordar deportes de pelota actuales: el harpastum, un juego de estrategia similar al fútbol americano, con un balón pequeño y duro; el expulsum ludere, parecido al balonmano, jugado con un balón grande contra un muro que hacía de portería; la sphaeromaquia, quizá embrión del rugby…
Toda esta larga explicación nos acerca a la consideración de las termas como espacios polivalentes, germen de las edificaciones públicas multifuncionales y precursoras de los grandes equipamentos deportivos actuales, de ahí su ejemplar importancia.
Abandonadas durante largo tiempo el Destino sonrió a una de estas rotondas de las termas, en concreto a la del lado sudoeste, que fue convertida en iglesia cuando en 1598 a iniciativa de la condesa Caterina Nobili Sforza di Santa Fiora, que había adquirido el edificio cinco años antes, la reestructuró a sus expensas y la donó inicialmente a los Feuillants, aunque más tarde pasó a la congregación de San Bernardo de Claraval, fundador de los Cistercienses, y de quien la iglesia tomó su nombre.
Interior de San Bernardo (abril 2012) |
Y como hasta para ser monumento hay que tener suerte, no corrió igual fortuna la otra rotonda, pero esa es otra historia que dejo para la segunda parte prometida de esta entrada.
Sólo me queda desear toda esta larga exposición haya sido de agrado y que haya despertado la curiosidad de mis amables lector@s para seguir leyéndome.