En el marco de los recientes acontecimientos religiosos que
han convertido a la Ciudad Eterna en el epicentro de un terremoto mediático sin
precedentes, aprovecho las sabias palabras de Publio Sirio, Deliberando saepe perit occasio, o lo
que es lo mismo, muchas veces la
oportunidad de hacer algo se desvanece cuando se discute mucho sobre ello, para
abordar una historia donde el pasado se entreteje con el presente para dar
forma al futuro y , de paso, con la intención de justificar por qué razón la he
titulado De pontífices y de puentes.
Es Roma, sin duda alguna, la “ciudad del puente”, pues desde
la Antigüedad el río Tíber ha constituido la espina dorsal y el eje vertebrador
de las dos orillas de la ciudad, la vía de comunicación y comercio, el límite de territorios, la salvaguarda y
defensa ante los enemigos etruscos, el benéfico irrigador de los campos y el destructor
temible por sus devastadoras inundaciones… Sin duda alguna podemos afirmar que desde
siempre el río ha marcado y ha condicionado la vida de Roma.
La necesidad de unir
sus riberas hizo a los romanos tender, en tiempos ya del rey Anco Marcio, el primer puente, el Puente Sublicio, para unir el monte Janículo con la ciudad; afortunadamente era éste de madera,
pues en el s. VI a. C. Roma se vio obligada a hacer frente a las hostiles y
poderosas ciudades etruscas que amenazaban a la incipiente República Romana. Cuenta
la leyenda que cuando las tropas del etrusco Lars Porsenna avanzaban
decididamente hacia el sur después de haber expulsado a los romanos del
Janículo y se encaminaban ya con inminente peligro hacia la ciudad, surgió un
héroe, Horacio Cocles, quien con su audacia y valentía, junto con dos compañeros primero y luego él solo, logró retener al ejército
etrusco mientras sus conciudadanos demolían el puente; y cuando éste hubo sido destruido,
se arrojó a las aguas poniendo a salvo su vida y su armadura.
Puente Roto (abril 2012) |
Posteriormente, en siglo II, los censores Marco Fulvio Nobilior
y Marco Emilio Lépido hicieron construir el primer puente de piedra, el Puente Emilio, al que hoy se conoce como
el Puente Roto porque se destruyó parcialmente y hoy
todavía es visible uno de sus arcos en
el cauce del río; este puente se hallaba próximo al Forum Holitorium, el mercado de frutas y hortalizas, en uno de los
puntos de tránsito y vado de mayor importancia del río en la Antigüedad. Su
construcción fue realizada en dos fases; en la primera, en el año 179 a. C., se
levantaron los pilares sobre los que se apoyaba una pasarela de madera y más
tarde, en el 142a. C., bajo el consulado de Escipión Emiliano y Lucio Mumio, se le añadieron los arcos de piedra; en 1230
sufrió una grave inundación y fue reconstruido con el nombre de Puente de Sta. María. El paso del tiempo
hizo mella en él y el papa Paulo III encargó su restauración al propio Miguel
Ángel, quien no llegó a llevarla a cabo; sería en 1575 cuando fue terminada,
aunque todo fue esfuerzo vano porque veintitrés años después se derrumbó
definitivamente de modo que el arco superviviente que aún podemos ver hoy corresponde precisamente a esa
reconstrucción llevada a cabo en el s. XVI.
Puente Fabricio (abril 2012) |
Tiempo después fueron construidos los dos puentes que enlazan
la Isla Tiberina, una isla fluvial en medio del Tíber (a cuya historia volveré
próximamente porque bien merece una entrada propia), con las dos orillas. De un
lado, el Puente Fabricio, del año 62
a. C., el más antiguo de Roma todavía en uso,
permanece totalmente intacto desde la Antigüedad; es también conocido
como Pons Judaeorum, el Puente de los
judíos, por estar próximo a la ribera habitada por la comunidad hebrea. Sus dos
grandes arcadas se apoyan sobre un pilón central, dotado de un pequeño arco
cuya función es la disminuir la presión del agua sobre la estructura durante
las crecidas.
Puente Cestio (abril 2012) |
El otro puente que comunica la Isla Tiberina con ese barrio
genuino, idiosincrático y singular que es el Trastévere (literalmente Trans Tiberim, ‘al otro lado del Tíber’)
es el Ponte Cestio, construido en los primeros años de la República y cuyo
nombre desconocemos si corresponde a su constructor o restaurador; porque
efectivamente sabemos que este puente fue objeto de numerosas
restauraciones hasta ser reconstruido por completo en el 375 d. C. a iniciativa
del emperador Graciano por el prefecto Símaco, quien se sirvió para ello de
material procedente del vecino Teatro
Marcelo, usado al igual que el Coliseo como cantera. A lo largo de la Edad
Media y la época moderna sufrió otros arreglos y el aspecto que presenta en la
actualidad se debe a las obras que se acometieron en las márgenes del río en
1892 cuando se levantaron grandes diques en sus márgenes para proteger la ciudad de las constantes
crecidas.
Más tarde llegaron nuevos puentes como resultado de la
expansión imperial, de los que lamentablemente no nos quedan apenas más restos
que sus viejos nombres: el Pons Agrippae,
o Puente de Agripa, del que desconocemos su principal función, si bien tenemos
noticia de que fue reconstruido y dedicado de nuevo por el emperador Antonino
Pío; o el Pons Caligulae, o Puente de Calígula, de madera, por el que el
emperador podía cruzar el valle entre el Palatino y el Capitolio de tal modo
que podría ir desde su palacio al Templo Capitolino (probablemente se trata
del puente que, según relata Suetonio en
su Vida de Calígula 22, habría
construido el demente emperador, por haberle instado el propio Júpiter a vivir
cerca de él, y que inmediatamente después de su muerte habría sido destruido
para que no quedase rastro alguno de su infausto recuerdo). Del Puente de Nerón, cerca del actual Puente Vittorio Emanuele II, no hay evidencias
seguras de que fuese Nerón quien lo hiciese construir, aunque su proyecto
encaja bien en la política urbanística del emperador; conocido también como Puente Triunfal porque la Via Triumphalis pasaba sobre él, de su estructura sobreviven los restos de uno de
sus cuatros pilares, visibles tan sólo cuando el caudal del Tíber está muy
bajo.
Puente Sant' Angelo (agosto 2010) |
Otros dos puentes antiguos
también son famosos en la actualidad: el Puente Elio o Puente de
Adriano (por ser el nombre completo del emperador Publio Elio Adriano) es hoy más conocido como Ponte Sant’Angelo; fue
terminado por este emperador en el 134 d. C. en conexión con su Mausoleo aunque
probablemente también con la intención de abrir el área adyacente a la margen derecha del río al desarrollo y a
la urbanización ya que comunicaba la ciudad con el Ager Vaticanus, lo que más tarde será lo que conocemos hoy como El Vaticano
. Se trata del otro de los dos
puentes de la Antigua Roma, junto con el Puente
Fabricio, que han logrado permanecer más o menos intactos durante siglos y
se cuenta entre los puentes más bellos de Roma, ya que su hermosa factura vio incrementado su
atractivo cuando entre 1669 y 1671 el papa Clemente IX le añadió la serie de
diez esculturas barrocas de ángeles diseñadas por Bernini; todas ellas, cada
una de las cuales sostenía uno de los instrumentos del martirio de Cristo,
fueron encargadas a los mejores escultores del momento, y tan sólo dos, El
ángel con la inscripción INRI y El
ángel con la corona de espinas, quedaron reservadas para el propio Bernini.
El papa, atraído sobremanera por las excepcionales características de estas dos
piezas, hizo que fuesen reemplazadas por copias y guardadas en interior; hoy
pueden contemplarse esos originales en la iglesia
de San Andrea delle Frattre en Roma, si consigues hallar abierta la
iglesia, cosa que yo aún no he logrado.
El último puente al que me referiré es el Puente Milvio, uno de los más
importantes sobre el Tíber; aunque fue construido en tiempos de Nerón en el año
206 d. C., debe su nombre a la famosa batalla que se libró junto a él y en la que en
el 312 d. C. el emperador Constantino venció a
su rival Majencio. No me resisto a citar aquí ese hecho singular que en los
últimos años se ha hecho famosísimo entre las parejas de enamorados: dejar
sobre él “los candados del amor”, práctica inspirada en la novela Hoy tengo ganas de ti (2006) de Federico Moccia que ha provocado ya graves consecuencias y contra la que lucha
denodadamente el Ayuntamiento de Roma con mayor o menor éxito.
Y al hilo de este “romántico” comentario no me queda más que
reconocer que es Roma una historia de amor entre el río Tíber y los puentes, un
“yo sin ti” imposible, porque bajo los ojos de esos puentes discurre la mirada
cómplice del río hacia la Urbs, a su amada Ciudad; se trata de un
trinomio inseparable, Roma-Tíber-puentes, eficiente y eficaz para la Historia
de este pueblo en particular y del mundo de Occidente en general.
El puente como símbolo de unión, de paso, de tránsito, de
conexión comunica los riberas de un río, relaciona los contrarios y, en otro
orden, conecta un mundo con otro; ello explica el papel importantísimo del
colegio de los Pontífices cuyo origen remonta a los albores de Roma; es el
propio Cicerón quien nos habla de que fue el segundo rey de Roma, Numa Pompilio, quien eligió a cinco pontífices
para presidir las ceremonias sagradas. Ya en la Antigüedad se proponían dos
etimologías para el nombre Pontifex y
es Varrón el encargado de trasmitirlas: afirma, por un lado, que puede estar formado de posse (poder) y facere
(hacer), pero él mismo se inclina por hacerlo derivar de pons (puente) porque fueron ellos, los pontífices, quienes
construyeron el Puente Sublicio y acometieron las sucesivas reconstrucciones
siempre que fue necesario, al tiempo que en ambas riberas se llevaban a cabo
solemnemente ritos sagrados. Y aún cabe apuntar una etimología más, que pontifex provenga de fosse (fons) y pacere (con el sentido de ‘causar’ en dialecto umbro); de este
modo, el pontífice vendría a ser una especie de zahorí, un individuo con
facultad de descubrir manantiales subterráneos tan necesarios para los
cultivos, un superior de estos peritos en aguas que presidirá la búsqueda de
nuevos acuíferos tan imprescindibles para las sociedades agrarias osco-umbras.
Augusto Pontifex Maximus in Via Labicana (agosto 2010) |
La explicación más extendida y generalizada, no obstante, es
la que pone en relación pontifex con pons, pero origina la duda de por qué
razón recibe este nombre el sacerdote encargado especialmente de la
jurisprudencia religiosa en Roma, el vigilante de culto oficial público en la
ciudad; quizás con el término pons se
refiera a un antiguo valor indoeuropeo de “camino, vía” y se aluda a un posible
colegio de ingenieros, de trazadores de caminos, conocedores de los cálculos
secretos para montar y desmontar el Puente Sublicio según el grado de
hostilidad con los pueblos etruscos. Esta interpretación ayudaría a explicar que
entre los atributos del pontifex maximus,
el presidente del colegio de los pontífices,
figure una dolabra o “piqueta”,
herramienta que podía servir a la vez como hacha y como pico y que formaba
parte indispensable del equipo del soldado romano. A ellos se les habría
encargado también la ordenación del calendario público, qué días serían fastos o nefastos, información tan necesaria para todos los actos de la
vida; así habrían cobrado cada vez mayor importancia hasta alcanzar la
supremacía religiosa porque la suya era “la ciencia de las cosas divinas y
humanas”. Vigilaban el culto y todas las
ceremonias, cuidaban de armonizar el calendario civil con el solar,
intercalando meses y días e introduciendo, ya fuera por su propia ignorancia
astronómica o por determinados intereses, grandes desórdenes que duraron hasta
la reforma del calendario de Julio César en el año 46 a. C.
El colegio de estos sacerdotes, cuyo número fue variando
hasta los quince establecidos por Sila, estuvo presidido siempre por el Pontifex Maximus, obligatoriamente varón
y cuya dignidad era vitalicia; entre sus principales cometidos figuraban
defender y representar a todos los dioses del Estado, elegir a los sacerdotes
de distintos colegios así como a las vírgenes Vestales, señalar y publicar las
fiestas mensuales, interpretar la ley y el derecho así como poseer la potestad
legislativa e interpretativa de la ley, administrar la justicia religiosa,
consagrar algo públicamente a los dioses y revocarlo posteriormente,
administrar todos los bienes de los dioses procedentes de fuentes de
financiación diversas como las ofrendas de los fieles o ciertos impuestos, una
parte de los cuales se destinaba al decoro y el esplendor del culto… En suma,
era prácticamente la autoridad más influyente del Estado; por ello no resulta extraño que Julio César y Augusto ambicionaran ser designados como Pontifices Maximi, el primero al
principio de su carrera y el segundo como condición para considerarse
plenamente señor de Roma.
Así, por extensión, de
este cometido del pontifex como “constructor de puentes” que implica la condición de “hombre-puente” o
“puente-vivo” de quien lo ostenta, convirtiéndose en mediador por excelencia,
conciliador, es fácil colegir la explicación trascendental de su cometido
religioso. Así como el puente comunica las dos riberas de un río, el pontífice
actúa como nexo de unión entre los hombres y las divinidades antes, o de los
hombres y Dios ahora, de donde se justifica cómo ese título pagano habría sido
heredado por el Papa, obispo de Roma y jefe de la Iglesia católica; el nombre Papa procede del latín papas “obispo” y este a su vez del griego páppas,
“papá, término de respeto dirigido a
eclesiásticos”. Aparece en latín desde el s. III con el sentido de “obispo” y
desde el s. V queda restringido al obispo de Roma o Sumo Pontífice; y al leer
con detenimiento las atribuciones del viejo Pontifex
Maximus romano, no resulta extraño encontrar algo más que meras
coincidencias con la figura de Pontífice actual.
Se hace necesario remontarnos ahora a cómo, cuándo y por qué
se produjo esa promoción, paradójica cuanto menos, del propio papa como Pontifex Maximus, el título de la autoridad más influyente del
Estado romano, el principal personaje de la organización religiosa de la Roma
pagana.
El cargo de Pontifex
Maximus había sido electivo hasta que Augusto puso fin a esa práctica y en
el Imperio quedó asociado a la dignidad imperial; con la conversión de
Constantino y el edicto de Milán del año
313 que concedió la libertad de religión en el Imperio romano y acabó con las persecuciones, el paganismo dejó
de ser la religión oficial del imperio y de sus ejércitos. Más tarde, cuando Teodosio
declaró el cristianismo como religión oficial de Imperio en el a. 380 y
prohibió los cultos paganos, se quitaba todo sentido ya al papel religioso del
emperador; el proceso habría de concluir definitivamente cuando el joven
emperador Graciano (sí, sí , aquel mismo de la restauración del Puente Cestio) en el año 382 renunció a
llevar el título de Pontifex Maximus
por considerarlo incompatible con su fe e impropio de un emperador cristiano,
rechazando así los tradicionales atributos paganos de los emperadores. El
puesto quedó así vacante y fue tomado por el entonces obispo de Roma, Dámaso I,
el primer obispo romano en recibir el nombramiento, aunque murió sólo dos años
después, en el 384.
El primer papa en sentido estricto fue León I (440-461)
quien asumió de manos del emperador Valentiniano
III el título que había quedado abandonado desde el 384; otras fuentes hablan
de que fuese el papa Gregorio I (590- 604) quien lo emplease en un sentido
claramente formal y es posible que con el advenimiento del Renacimiento el título
se consolidase definitivamente como
título de honor para el papa como constructor de puentes espirituales que restaura
lazos que ligan al hombre a su pasado.
Desde tal perspectiva no resultó en absoluto extraña la
elección del nombre de la cuenta en Twitter
del papa Benedicto XVI, el primero en estrenarse en esta red social, @pontifex, eligiendo para ello la fecha
del 12 del 12 del 12, a las 12 horas, por el número de los apóstoles. La elección de este nombre para nada
es casual porque se asegura así la continuidad de dicha cuenta que podrá ser
usada sin modificación alguna por parte de todos sus sucesores en la Vicaría de
Cristo como figura que “tiende puentes” ahora también sirviéndose… de las
nuevas tecnologías.
Como habréis tenido oportunidad de comprobar en esta labor “pontificia”
de hoy, también yo he tratado de establecer puentes entre el histórico pasado romano y
las bellas estampas fluviales de la ciudad de hoy, entre las raíces
etimológicas de las palabras y las razones políticas de los cambios, entre el
peso de la tradición y la modernidad virtual, en una evocación que espero que, a pesar de
larga, se haya hecho amena e ilustradora en un nuevo recorrido por la Roma
Eterna.
Mil bicos a tod@s.